El llamado a la perfección cristiana 23 de mayo de 2024 | Silver Spring, Maryland, Estados Unidos | Ángel Manuel Rodríguez para Adventist World Magazine Es incuestionable la claridad del texto bíblico en lo referente a vencer el pecado: “’Perfecto’ serás delante de Jehová tu Dios” (Deut. 18:13); “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto [teleios]” (Mat. 5:48).1 Esta expectativa divina no es un ideal bíblico a ser alcanzado en un futuro indefinido; sino lo que hemos sido llamados a ser hoy. Existen al menos dos asunciones en que se fundamenta este llamado a la perfección. La primera es que el pecado es absolutamente incompatible con la santidad y la integridad moral de Dios; y la segunda es que el pecado no es solamente inexcusable, sino que no tiene función alguna dentro del universo de Dios. La claridad de los pasajes bíblicos oculta al mismo tiempo la complejidad del tema, en parte porque la terminología utilizada puede ser traducida de diferentes formas. El adjetivo hebreo tamim puede ser traducido como “completo, entero, intachable, sin defecto”, etc. El adjetivo griego teleios significa, por ejemplo, “perfecto, completo y maduro”. En ambos casos, la idea básica es la de compleción. Esto no disminuye la naturaleza imperativa de la expectativa divina; pero nos alerta respecto a profundizar cuidadosamente en la naturaleza de la perfección bíblica. Este texto bíblico la caracteriza en diferentes formas y asocia a la perfección con otros tópicos que nos ayudan a delinear su contorno básico. Perfección y obediencia La mayor parte de las personas asocian inmediatamente perfección con obediencia a la ley. Sin lugar a dudas, perfección incluye un componente ético religioso que toca todos los aspectos de la vida. (ver Sal. 15:1-5; Job 31; Santiago 3:2-5). Unos cuantos ejemplos son suficientes. A fin de que las personas fueran intachables ante el Señor, no debían consultar a los espíritus o practicar la adivinación, como lo hacían los cananeos (Deut. 18:9-14) y debían quitar de entre ellos a los ídolos (Josué 24:14). Una persona perfecta hace lo que es correcto y habla la verdad (Sal. 15:2). El salmista declara con regocijo: “Bienaventurados los perfectos de camino, los que andan en la ley de Jehová” (Sal. 119:1; cf. 80). Este énfasis en la obediencia nos dice que la perfección bíblica no es una experiencia mística, sino una realidad dinámica en la vida del creyente. Pero la perfección es más profunda que la obediencia a la ley. Perfección y compromiso con Dios La persona perfecta, intachable y madura es, sobre todas las cosas, una que camina con el Señor en íntimo compañerismo con él (Gén. 6:9). Esto es mencionado con frecuencia en el contexto de la perfección. Dios le dijo a Abrahán: “…anda delate de mí y sé perfecto” (Gén. 17:1). Ser perfecto consiste en amar “a Jehová vuestro Dios con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma” (Deut. 13:3). Perfección tiene que ver con mantener un compañerismo de todo corazón con Dios y, por lo tanto, constituye el centro mismo de una entrega plena, completa, perfecta e indivisible de la existencia, a la voluntad a Cristo, como Salvador y Señor. No rendimos la plenitud de nuestra vida a una ley impersonal, sino al Dador de la ley. Siendo que este es el caso, puede decirse que la perfección es, en un sentido, una realidad presente (1 Cor. 2:6; cf, Fil. 3:15). Esta devoción a Dios exclusiva y de todo corazón es visible en la obediencia a Aquel que nos redimió y que es ahora nuestro Señor. La entrega plena y perfecta al Señor nunca está divorciada de la obediencia (Deut. 13:4; Sal. 101:2). Dios esperaba de Salomón que anduviera delante de él “en integridad de corazón y en honestidad” [tom, “perfección, plenitud, completitud”], definida más adelante como hacer la voluntad de Dios (1 Reyes 9:4; ver Sal. 101:2). El bautismo en Cristo, nuestra unión con Cristo, es seguido de un andar “en vida nueva” (Rom. 6:4). La afirmación “con Cristo estoy juntamente crucificado” significa que “lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál. 2:20). Este profundo compromiso con el Señor nos transforma a semejanza de Cristo (2 Cor. 3:18; Efe. 3:14-19). La comprensión de la perfección como una perfecta entrega a Dios, inseparable de nuestro amor a él y a los demás, presenta la perfección como una experiencia dinámica que es real ahora y que continuará aumentando. Perfección y expiación El pecado no es simplemente hacer algo malo, sino ofender a Dios. Por lo tanto, es una amenaza a la plenitud de la perfección en nuestra entrega a él. Lo inexcusable del pecado está bien documentado en la Biblia (p.ej. 1 Juan 1:6); pero leemos también acerca de la universalidad del pecado (1 Reyes 8:46; Sal. 143:2; Rom. 3:9, 10). Posiblemente sea más dramática la declaración de que, cuando dirigimos la mirada a lo profundo de la voluntad divina y a Jesucristo, nos damos cuenta de los límites de nuestra perfección; en otras palabras, de nuestra imperfección (Sal. 119:96; Isa. 6:5), lo cual implica que la criatura nunca va a alcanzar la perfección divina. El apóstol Juan reconoce esta realidad cuando declara: “…estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo… y él es la propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 2:1, 2). Un comportamiento defectuoso no necesariamente pone fin a nuestra relación con Dios, porque la gracia perdonadora es nuestra a través de Cristo (1 Juan 1:9). En el culto israelita, la perfección era imposible sin la expiación. El Dios que le mandó a la gente que fuera perfecta, es el mismo que instituyó un sistema de sacrificios para concederle a su pueblo santo y perfecto expiación por sus pecados. (Lev. 4:27-31; 17:11; 15:13-15). La persona recta no era aquella que practicaba la rectitud, sino también una